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LIBROS DE REPORTAJE


DONDE ANIDAN LOS ÁNGELES (2004, Editorial Destino).

Fragmento 2 de 5:   CAPÍTULO 1º
Luchar contra la pobreza.


La esencia de la desigualdad.

En la España del nacional-catolicismo de hace cuarenta años, el rezo del Ángelus interrumpía cada mediodía las emisiones radiofónicas. Una voz campanuda entonaba las preces de la doctrina estatal: ‘El ángel del Señor anunció a María, bendita tú eres entre todas las mujeres...’ Ahora, en una España laica y liberal, las viejas oraciones han sido reemplazadas por los modernos instrumentos de culto a los valores esenciales de nuestra sociedad. Y cada mediodía las emisiones radiofónicas se interrumpen para dar cuenta de las cotizaciones bursátiles. Pero mientras las bendiciones oficiales caen sobre el dinero, algunos ángeles anuncian su empeño en echar su suerte con los pobres de la Tierra.

Dice Jean Ziegler que ‘la mayoría de nosotros no se atreve a ver el mundo tal cual es. De hacerlo así, nos volveríamos locos.’ Existe sin embargo una inmensa minoría, una pequeña legión de hijos del sistema que, tras haber sido formados como cuadros para servir a las sociedades privilegiadas en el injusto reparto mundial de la riqueza donde nacieron, se obstinan en una difícil rebelión personal fruto de una tan elemental como dura reflexión crítica. Porque resulta evidente a simple vista --contemplando las imágenes habituales de los telediarios y leyendo los datos que diariamente publican los periódicos-- que la abundancia de las naciones más avanzadas se debe a las carencias de los pueblos más pobres. Aquel aforismo brechtiano según el cual ‘detrás de toda gran fortuna se esconde un gran delito’ es aplicable también --y sobre todo-- a los estados, cuyos instrumentos de dominación han dictado la Historia de los últimos siglos, determinando la actual situación de injusticia universal. El mismo Ziegler explica que ‘ningún hombre es una isla. Todo hombre se erige a través de la mirada, de la ternura de los demás. La vida no nace sino de la complementariedad, de la reciprocidad. Yo soy el otro, el otro es yo. Por cada mártir, existe un asesino. Yo no puedo ser libre ni comer en paz si, en el mismo momento, a algunos cientos de kilómetros de mí, un niño subalimentado agoniza.’

Al comenzar este milenio, En América Latina 230 millones de personas vivían sumidas en la pobreza, de las cuales unos 120 millones eran niños o adolescentes. Los más vulnerables, entre esa masa de condenados a un destino común de privaciones, eran 40 millones de criaturas menores de seis años. Las grandes cifras estadísticas resultan implacables en su fría descripción del orden --¡hay que llamarlo así!-- económico internacional. De cada 1.000 niños que nacen al Sur del Río Grande, 41 mueren sin cumplir un año. Y el 10 por 100 de la población total sudamericana tiene una esperanza máxima de vida de tan sólo 40 años. A explicarlo contribuyen datos secundarios que describen la realidad social, como que la tercera parte de los hogares carezcan de agua potable y, por tanto, sufran un alto riesgo sanitario. Pero América Latina no es el continente más infortunado. La situación de África es mucho peor.

La lectura de los balances que acompañan al listado de 175 países elaborado en 2003 por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) llega a resultar obsceno: más de 1.000 millones de personas sobreviven con menos de un dólar diario, cerca de 800 millones padece hambre crónica, en 21 países se había incrementado el porcentaje de población que pasa hambre, 54 países eran más pobres que en 1990... Pero ¿es posible que se empobrezcan aún más de lo que estaban? Se trata de algo muy complicado de establecer estadísticamente. La cuantificación de la miseria llega a un punto donde las cifras se vuelven irónicas. Como cuando la FAO concluyó que, en el año 2002, mientras un 18 por 100 de la población mundial moría de hambre, otro 18 por 100 sufría de mala salud a consecuencia del sobrepeso: los números parecían jugar a la simetría entre los problemas de la escasez y los de la abundancia.

Una organización tan poco sospechosa de radicalismo político como es Cáritas --que, en definitiva, depende de la Conferencia Episcopal-- señala que ‘hoy el mundo se mueve a dos velocidades: el 20 por 100 de la población mundial camina al ritmo de la opulencia y el despilfarro; el 80 por 100 restante vive sumido en la miseria y sin recursos para salir de esta situación.’ No se llegaba a tal conclusión desde una apreciación cristiana de la injusticia, sino a partir de las estadísticas del Banco Mundial, según las cuales unos 2.800 de los 6.200 millones de habitantes con que la Tierra contaba en el segundo año del siglo XXI vivían con menos de dos dólares diarios; y otros 1.200 millones tenían que conformarse con la mitad de tan escasa renta. El informe de la organización católica resalta que ‘en los últimos cuatro años del siglo XX, las 200 personas más ricas duplicaron su riqueza. El patrimonio de los tres hombres más ricos de la Tierra es superior a lo que producen los países más pobres y sus 600 millones de habitantes. Las diez empresas más poderosas controlan cerca del 80 por 100 del mercado mundial dentro de los sectores económicos más rentables. Este mercado no se conmueve frente a la miseria y al hambre, frente a la desigualdad y al sufrimiento humano.’

Pero la pobreza, pese al amontonamiento de estudios estadísticos, resulta incomprensible en su dimensión humana porque sus consecuencias son inimaginables. Es imposible asimilar lo que éstas suponen para quienes sufren la carencia absoluta de las cosas más elementales para el desarrollo de sus vidas. Desde lejos, la pobreza más extrema se reduce al impacto emocional de unas imágenes chocantes, apresuradamente vistas en televisión, o de unas fotografías impresas en los periódicos que inducen a compasión. Desde cerca, la idea que se adquiere de la pobreza es algo muy diferente. Basta con caminar por sus rincones, entrar en alguna de sus chozas, respirar solo durante unos instantes sus ambientes, para intuir su significado. Pero, aún así, las consecuencias de la pobreza son demasiado profundas para abarcarlas mediante la razón. El esfuerzo de entender su significado produce vértigo. Y cambia necesariamente a quienes deciden visitar los escenarios trágicos de la miseria; mucho más, a los que optan por permanecer en ellos compartiendo la angustia impotente de las víctimas de la injusticia. Entonces no hay cinismo ni ceguera posibles. Ante ese dolor lento y profundo caben solo la huida o el compromiso.

Las grandes ilusiones políticas de transformar el mundo quedaron sepultadas en el enorme cementerio de sueños frustrados y revoluciones fracasadas durante el siglo XX. Nuestros nuevos jóvenes rebeldes, ya sean nietos desengañados de Carlos Marx o herederos descreídos de la tradición cristiana, carecen de otro sostén ideológico que no sea su propia ética individual, y no encuentran instrumentos políticos creíbles que ofrezcan un amparo eficaz a su necesidad de luchar por un orden más justo. De su inquietud colectiva nacieron las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), como expresiones de una sociedad civil que se esfuerza en escapar a la alienación material de la llamada sociedad del bienestar, tras haber descubierto que se trata de una inaceptable sociedad limitada. Pero no tardaron en comprobar que su actuación quedaba forzosamente reducida a aspectos puntuales de una realidad inalterable en lo fundamental. Más recientemente, los síntomas del descontento han empezado a canalizarse mediante un altermundismo en ciernes, que todavía debate cuestiones básicas de su propia identidad, así como el desarrollo de una metodología original para imaginar otro mundo diferente, formular sus coordenadas posibles y librar una nueva lucha por conquistarlo. La necesidad de hacer algo, de emprender otro tipo de actuaciones, se advierte en las mentes más lúcidas y late en los espíritus más sinceros.

Pero el primer gran desengaño ético --primero en el tiempo y también en la magnitud del fenómeno que supuso-- correspondería a quienes profesaban los ideales más antiguos y tenían la mayor experiencia de trabajo en los escenarios de la pobreza. La confrontación de los cristianos más inquietos con las opciones revolucionarias, que trataban de alterar el orden mundial establecido bajo la guerra fría, acabó produciendo un rico mestizaje de culturas éticas. La metodología marxista contribuyó a renovar la visión cristiana. Las posiciones críticas surgidas de ese cruce de ideas harían que la vieja idea de la caridad fuera desplazada por una solidaridad activa, como base inicial de un cambio profundo en los sectores eclesiásticos más avanzados. El principal fruto teórico de ese movimiento cristiano contra la injusticia fue la denominada Teología de la Liberación, cuyos planteamientos contenían un desafío frontal a las posiciones de la jerarquía conservadora de una Iglesia convertida en instrumento de poder. La expresa opción por los pobres, como definición de militancia cristiana, quebró los nervios de los sectores más intransigentes del Vaticano, que se esforzaron en obstaculizar su desarrollo y difusión. Sin embargo, más allá de esta importante corriente ideológica, en el seno de la Iglesia se dejan notar con claridad las distintas posiciones de quienes se niegan a rendir culto a un renovado becerro de oro y convergen en las últimas trincheras de la dignidad humana, librando un combate desigual --en el que la victoria no es sino una ilusión-- contra algunas de las expresiones de desigualdad radical en el reparto mundial de la riqueza. Un último combate individual, una suma de actitudes personales, un milagro sordo intentado por miles de ángeles que no anuncian bendiciones de Señor ni Amo alguno sino que denuncian sus maldiciones. Y se enfrentan a ellas con sus escasas fuerzas, desperdigados por todos los rincones del mundo, entre la más impenetrable de las oscuridades: la de la muerte --la no-vida-- que se encuentra larvada en la pobreza. Es decir, lo que sustenta nuestra riqueza, en la esencia misma del sistema.

 

 


 
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Última actualización:
13-Mar-2005
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