Encabezamiento Vicente Romero
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CRÓNICAS EN RNE


HISTORIAS MÍNIMAS:

21. "Historias de oyentes". 31/5/2005


Hace tiempo que tengo que despachar el correo que recibo en mi página web. La mayoría son cartas de oyentes, que ofrecen alguna respuesta a las historias mínimas que se cuentan en este pequeño espacio. Oyentes como Noemí, que dice estar descubriendo la amargura que se oculta bajo todos los oropeles que nos rodean. O como Jorge Vedovelli, un escritor en ciernes, que experimenta trazando personajes en la soledad que siempre ofrece un folio en blanco. Pero hoy me voy a quedar con las cartas de dos de esos muchos oyentes: una mujer de Madrid, María Ángeles, que no me dice su apellido; y un hombre mallorquín, Manuel Fernández Barca.

Manuel, que tiene 72 años y es maestro nacional jubilado, se queja de los elogios que Julio suele dedicarme. Tiene la generosidad de no refutarlos, acaso porque se da cuenta de que sólo pretenden valorar unos minutos de radio que ofreces a tu clientela. Pero dice que a los periodistas, como a cuantos ejercen su oficio en medios de comunicación, se nos alaba con exceso. Y lamenta que no se reconozcan públicamente los méritos de gentes como él mismo, que dedican toda una vida a algo tan importante como la enseñanza. Tiene mucha razón Manuel, que es hijo y nieto de maestras, cuando dice que sus años de trabajo sordo merecerían los piropos que tú sueles dedicarme.

Seguramente Manuel, con cierta frecuencia, se cruzará por la calle con hombres y mujeres a los que enseñó las primeras letras, sin reconocerlos y sin que ellos sepan cuanto le deben. Y recordará con cariño a algunos de sus alumnos, a los que habrá visto salir adelante en la vida. Eso es algo que podemos envidiarle. Yo, en cambio, recuerdo a algunos de los profesores que tuve. A dos mujeres, especialmente: a Marisa Práxedes, que me enseñó a leer y algunas veces escucha en Murcia estas historias mínimas de cada martes; y a Paquita Pérez Carro, que me dio clase en los primeros años del Bachillerato. Las dos me ayudaron a entender que no todo está en los libros; que lo importante no era aprobar sino aprender, que algunas cosas hay que estudiarlas para olvidarlas, y que lo fundamental se aprende solo. Las dos sabían que la función del maestro no es meter un paquete de asignaturas en la cabeza de sus alumnos, sino ayudarles a descubrir las primeras claves de la vida. Pero no eran dos mujeres excepcionales, sino dos maestras como otras tantas; como las que ha tenido mi hijo Miguel, como las que ahora tiene mi hija Serena. Y, naturalmente, como ese maestro mallorquín que me ha escrito, del que muchos guardarán el mismo recuerdo que yo guardo de Marisa, de Paquita y de algunos otros. Algo que vale mucho más que los homenajes públicos.

En el otro correo, María Ángeles me cuenta una anécdota humana: estaba con unos amigos, tomando unas tapas en una terraza de Ciudad Real, cuando un niño rumano de cuatro o cinco años empezó a merodear en torno a su mesa, sin quitar sus enormes ojos negros de lo que se estaban comiendo. Tenía hambre. Así que acabaron invitándole a un bocadillo y un vaso de leche. María Ángeles dice que se acordó de una historia semejante que yo había contado aquí. No sé si se referirá a la noche que invité a cenar a un grupo de niños de la calle en Mozambique. Entraba con mis compañeros Evaristo Canete y Antonio Gálvez en el restaurante Piripipí, de Maputo cuando un chaval nos dio unas monedas para que le comprásemos una bolsa de patatas fritas, ya que no le dejaban entrar a comprarlas él mismo. Lo hicimos y, cuando le vimos compartirlas con sus amigos, sentados en la acera, decidimos invitarlos a cenar. O tal vez hablara del crío que, una noche de invierno en Buenos Aires, se introdujo en el popular restaurante Pipo y me pidió las sobras de mi comida, antes de que los camareros pudieran echarlo. Minutos después lo encontré, junto a su madre, contemplando el escaparate de una pastelería. Así que le ofrecí el dulce que prefiriese. Y me preguntó si no podía comprarle dos. Caramba, le dije, ¿no tienes bastaste con uno? Sí, respondió, pero el otro es para mi mamá. Volví a encontrarlo en la calle Corrientes, unos días más tarde. Se me echó al cuello y me dijo: hoy ya he cenado, así que no tiene usted que comprarme nada. Y me dio un beso estupendo.

María Ángeles dice que mis historias ocurrían a miles de kilómetros y la suya aquí mismo. No importa. Los dos sentimos lo mismo al enfrentarnos con el lado oculto de la realidad: la pobreza, la injusticia radical, que forma parte esencial del sistema en que vivimos.
 

 
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Última actualización:
02-Jun-2005
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