Encabezamiento Vicente Romero
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LIBROS DE REPORTAJE


'POL POT, EL ÚLTIMO VERDUGO. Viaje al genocidio de Camboya', (1998, Editorial Planeta).

Fragmento 2 de 4: CAPÍTULO 4º. Las ruinas del infierno, (marzo de 1980).


Saigón volvía a ser una escala obligada en el viaje hacia Phnom Penh. La que fue capital sudvietnamita era una ciudad completamente distinta, cinco años después de que sonasen los últimos cañonazos en sus proximidades. No solo había cambiado su viejo nombre de resonancias coloniales por el de aquel anciano líder de firmes convicciones llamado Ho Chi Minh, sino que también su aspecto y su vida cotidiana eran otros muy diferentes a los de antes. Aquel enorme cartel agradeciendo la 'ayuda norteamericana' que el recién llegado se encontraba nada más salir del aeropuerto de Tan Son Nhut, o el horroroso monumento a los 'marines' en el bulevar Le Loy, se contaron entre las primeras huellas de la influencia yanqui que fueron borradas por las tropas comunistas. Pero también habían desaparecido, junto a aquel simpático negro con sombrero de copa que anunciaba el dentífrico 'Darlie' y los incontables carteles luminosos de la Coca-Cola, los centenares de bares y prostíbulos que infectaban las calles de una ciudad corrupta, militarmente ocupada y socialmente humillada.

"Lien so, lien so", gritaban los niños correteando a nuestro alrededor. Los extranjeros grandes, peludos y de piel blanca resultaban difíciles de encontrar en una ciudad antaño sometida a sus caprichos, cuando la patrullaban las tropas de los dos imperios que se obstinaron en dominar Vietnam. Franceses y americanos se habían convertido de enemigos omnipresentes en raros visitantes que los niños seguían, movidos por la curiosidad, y que confundían con los nuevos 'asesores' del mundo socialista que tomaron su relevo histórico. Porque 'lien so' significa 'soviético'. La palabra se repetía tanto que llegué a dudar si los rusos serían los únicos blancos vistos con frecuencia, o si los críos de un país de sabios como Vietnam intuían que entre un 'lien so' y algún enviado por otro país del bloque socialista -fuese búlgaro, checo o polaco- no había grandes diferencias. Pero algunos adultos, acaso nostálgicos del río de dólares que corrió gracias a la guerra, afirmaban en el expresivo lenguaje numérico introducido por los marines que "lien so number ten, yankee number one". Es decir, que el ruso era el número diez, el último en una escala de valoración popular en la que al norteamericano le correspondía el primer lugar. No parecía importar que el yanqui les hubiera regado la geografía nacional con napalm o agente naranja, mientras que el 'lien so' los estuviera ayudando en la reconstrucción del país, aunque empezase ya a pasar facturas políticas por debajo de la mesa y cobrara las primeras con la invasión vietnamita de Camboya. Para quienes se habían acostumbrado a vivir bien gracias a la guerra lo que contaba era el dinero fácil que ganaban cinco años atrás, la añorada limosna en dólares y los pequeños lujos como el tabaco de Virginia. Porque las rentas del sacrificio histórico las administraban los vencedores. Y los vencidos, los soldados del bando perdedor carecían de derecho alguno. Sólo quienes quedaron incapacitados o disminuidos luchando por la causa de la liberación nacional cobraban los subsidios estatales.

Tal vez la guerra de Vietnam estuviera aún demasiado cercana. Pero no pude evitar que me viniera a la memoria la imagen de aquellos jóvenes, embutidos en los uniformes americanizados del ejército sudvietnamita, que retrocedían a gran velocidad por todas las carreteras, alzando las manos con los dedos en forma de uve y gritando en inglés "we leave, we leave" ("nos vamos, nos vamos"). Porque ya lo único importante para ellos era que regresaban vivos de los campos de batalla. En plena desbandada final, resultaba evidente que la máquina militar los había empujado a una lucha en la que no creían. Carecían de sentimientos patrióticos y jamás habían experimentado los ardores guerreros cantados por todos los himnos bélicos del mundo. Desertaban por millares. Y las patrullas de la policía militar los buscaban por los rincones de todos los barrios de Saigón para volver a uniformarlos y enviarlos de nuevo a los frentes, cada vez más próximos. No había tiempo para juzgarlos y el mejor castigo para su fuga era, sin duda, su vuelta a combatir en una guerra que se sabía perdida.

Muchos de los soldados que cayeron en las últimas semanas de la guerra descansaban en el gigantesco cementerio castrense de la localidad de Bien Hoa, donde se levantó una de las mayores bases aéreas norteamericanas en el Sur de Vietnam. Recuerdo haber asistido al espectáculo patético de sus entierros con honores: un ritual mecánico, repetido a lo largo de una interminable fila de cajones de madera que contenían los despojos de héroes involuntarios e inútiles. Una banda militar reducida a cuatro músicos mal abotonados tocaba una y otra vez la versión abreviada del himno nacional y una sola bandera, deshilachada y sucia, pasaba de féretro en féretro frente a la dolorosa estampa que formaban grupos de familiares llorosos, que habían sido traídos desde distintos pueblos a bordo de camiones de transporte, como si fueran ganado.

Los reclutas sudvietnamitas que habían sobrevivido gracias a que la pérdida de un brazo o una pierna los retirase de la guerra, no recibían de las arcas gubernamentales socialistas un solo dong con que paliar sus limitaciones físicas. Amargo contraste con la suerte de quienes habían sido sus superiores. Porque los jefes castrenses derrotados que no tuvieron responsabilidades directas en la conducción militar, se encaramaron a puestos de trabajo bien remunerados cuando el Estado decidió aprovechar sus conocimientos técnicos, tras apartarlos de la milicia. Necesidad de cuadros especializados y política pragmática se denominó esa figura. Hay que reconocer que los vencedores de la guerra de Vietnam supieron tener la cólera quieta. Cierta serenidad política se impuso sobre la euforia militar y la victoria final no fue acompañada de una represión sangrienta como en la vecina Camboya. Fidel Castro afirmó solemnemente que "Vietnam es sagrado". Pero no hay sagrado. Los héroes estaban lejos de ser también santos. Y su rencor se cebó con los más débiles entre los vencidos: los reclutas mutilados.

Cinco años después, estaba claro quienes habían salido derrotados en Vietnam. Y en Camboya. En las dos guerras vencieron quienes eran militarmente más débiles, a fuerza de voluntad frente al estéril esfuerzo del gran coloso norteamericano. Pero, más allá del color de las banderas victoriosas que izaron los insurgentes, los grandes perdedores de aquellos sangrientos conflictos entrelazados fueron los pueblos que los padecieron, todavía afectados por sus consecuencias. Sobretodo en Camboya, a la que las gentes de Vietnam volvían a mirar con preocupación. Porque, tras muchos meses de tensión, los soldados vietnamitas habían vuelto a calzarse las botas de campaña y a utilizar sus armas en el país vecino.

Los anticuarios de la antigua calle Tu Do tenían las estanterías llenas de budas camboyanos y los cajones rebosantes de piezas tradicionales de la orfebrería jemer. Objetos llegados del otro lado de la frontera en el interior de los macutos de soldados de permiso. Su comercio era la única huella visible de que Vietnam se había metido en otra guerra, sin haber superado aún las consecuencias de la anterior. Un lustro de paz se vio interrumpido por la invasión de Camboya y el castigo militar de China en la frontera del norte. Cinco años habían sido un plazo demasiado corto para que un país subdesarrollado y empobrecido pudiera borrar la profunda huella de la bota norteamericana. Las estadísticas, que resumían los miles de partes castrenses donde estaba escrita la tragedia vietnamita, daban cuenta de la existencia de veinticinco millones de pequeños cráteres abiertos por los bombardeos. Catorce millones de toneladas de explosivos diversos -sin contar fósforo y napalm- fueron arrojados sobre suelo vietnamita, es decir, veintidós veces más bombas que las empleadas en el anterior infierno de Corea. Incontables aldeas fueron destruidas y millones de hectáreas de terrenos de cultivo quedaron arrasadas por los defoliantes. Sólo entre 1965 y 1973, periodo en el que combatieron las fuerzas norteamericanas, el recuento de víctimas civiles superó el millón y medio de cadáveres. Cuando la guerra acabó, las viudas formaban una legión cercana al millón de integrantes. Y sus tragedias personales se añadían a las de más de ochocientos mil huérfanos y trescientos sesenta mil mutilados.

El general estadounidense Curtis Lemay ordenó "destruir cada instalación industrial, cada taller de manufacturas y no detenerse mientras queden ladrillos sin separar." Se le obedeció ciegamente. Ni una sola ciudad enemiga quedó sin machacar por los bombarderos. Ni una sola aldea se libró del castigo dictado contra quienes osaban desafiar la voluntad imperial. Algunas poblaciones (como Vinh, Hong Gai, Dong Hoi, Phu Iy...) fueron borradas del mapa y hubo que volver a levantarlas piedra a piedra. Tres mil grupos escolares, trescientos cincuenta hospitales y mil quinientas enfermerías y maternidades sirvieron de blancos a la aviación americana. Mil seiscientas obras de irrigación artesanal y un millar de diques destruidos provocaron inundaciones, sumiendo en el caos a la agricultura de vastas regiones. Y cuando cesaron los disparos, continuaron reventando los explosivos que permanecían dormidos bajo la tierra, cada vez que tropezaba con ellos un arado o el juguete de un niño. Los expertos estadounidenses calcularon entre 150.000 y 300.000 las toneladas de artilugios perdidos que aún ofrecían riesgos de explosión. La provincia de Guang Nam podría servir como ejemplo de su peligro: cerca de cuatro mil personas murieron por ese motivo durante los tres años siguientes al final de la guerra.

Los soldados movilizados por Hanoi para invadir Camboya, desalojar a Pol Pot del poder y mantener el país ocupado hasta que se afianzase el nuevo régimen instalado al abrigo de los tanques vietnamitas, habían sido reclutados en el seno de una sociedad todavía desarticulada por la guerra. A la destrucción física de los centros neurálgicos del Norte de Vietnam se habían sumado los efectos de la desorganización económica y el caos social en que el Sur quedó sumido. "Cuando la guerra americana comenzó en 1960, Vietnam del Sur, como otros países subdesarrollados, contaba con un 15 por 100 de población urbana y un 85 por 100 de población rural" -afirmaba un editorial del 'Courrier du Vietnam'- "al final de la guerra no quedaba más que un 35 por 100 de población rural y el otro 65 por 100 de habitantes estaban concentrados en ciudades o aldeas desmesuradamente hinchadas".

Al llegar la paz, el gobierno de Hanoi se encontró entre las manos con unas provincias del sur que requerían soluciones urgentes para un millón de tuberculosos, tres millones de parados, cuatro millones de analfabetos... además del problema político que representaba desmovilizar a un ejército enemigo con un millón doscientos mil soldados y cincuenta mil oficiales, o reestructurar una Administración sudvietnamita inflada hasta el millón y medio de funcionarios entre sus aparatos políticos y burocráticos estatales, provinciales y locales. Sólo los 'agentes de pacificación' -los asesinos a sueldo reclutados y entrenados por la CIA para la célebre 'Operación Phoenix'- presentes en las nóminas oficiales eran treinta mil.

Con ese panorama se enfrentaron las recetas espartanas de un Partido Comunista curtido en la resistencia civil y acostumbrado a supeditar todo sueño revolucionario a la victoria militar. Frente a una situación social tan dislocada, se impuso el pragmatismo. Y se improvisó una política económica heterodoxa, socializando tan solo el 30 por 100 de los medios de producción del sur y apostando sobre una red de 'nuevas zonas económicas' -especialmente en la zona del Delta del Mekong- cuyas comunidades agrícolas ofrecieran puestos de trabajo que atrajeran a parte de la población desplazada por la guerra que se hacinaba en torno a Saigón. Pero la idea fue un fracaso. Al mismo tiempo, el sur experimentó una etapa de reeducación que casó el dogmatismo de los vencedores con el cinismo de los vencidos: cárceles con debate político para los principales cuadros del Estado derrotado; reformatorios sociales para los delincuentes callejeros; centros con gimnasia y acupuntura para los drogodependientes; internados a cargo de la congregación católica de las Amantes de la Cruz para las prostitutas...

La magnitud del esfuerzo que el dominio del Sur requería y los magros resultados conseguidos en los primeros años de la paz produjeron un visible desaliento en el Norte. La ayuda soviética al Vietnam unificado para la reconstrucción del país no resistía la comparación con la que los Estados Unidos habían prestado a los gobiernos de Saigón en la guerra. El espejismo de un Vietnam capitalista al modo de Corea del Sur o Taiwan, tan alentado por la propaganda americana, se convirtió en una frustración continuamente evocada por los sudvietnamitas. Miles de jóvenes descontentos iniciarían la trágica aventura de los boat people. La ambición imposible de emigrar acabaría trocándose en huida desesperada a través del mar de la China.

Así las cosas, el régimen comunista de Hanoi decidió invadir Camboya. Contaba para ello con el pleno apoyo de la URSS, que deseaba extender su influencia política sobre el mapa de Indochina desbancando a China en Camboya. Pero, pese a la ayuda económica y material soviética, Vietnam tuvo que desviar recursos vitales para construir su propio futuro civil y dedicarlos a atender las exigencias de la maquinaria militar desplegada sobre el país vecino. Nuevamente Vietnam se movilizaba, supeditando toda ambición social a la victoria en una guerra. Pero esta vez las circunstancias eran muy diferentes.

Sus soldados combatirían fuera del suelo patrio y, lejos de contar con el apoyo de la población campesina se sentirían aislados entre gentes de otra raza, que hablaba un idioma diferente y que no sólo los miraría como extranjeros, sino como antiguos enemigos históricos. Los jóvenes reclutas, hijos de un pueblo cansado de guerras y decepcionado políticamente, eran enviados a unos campos de batalla ajenos en los que no tenían nada que ganar. Carentes de la motivación política del conflicto durante cuyo transcurso habían crecido, las tropas vietnamitas acusarían una baja moral de lucha, sabiéndose condenadas a pasar largos meses lejos del hogar. La guerra de Camboya suponía un sacrificio demasiado grande para exigírselo a un pueblo tan castigado como el de Vietnam.
 


 

 
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Última actualización:
13-Mar-2005
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