Encabezamiento Vicente Romero
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LIBROS DE REPORTAJE


MISIONEROS EN EL INFIERNO (1998, Editorial Planeta).

Fragmento 4 de 7: CAPÍTULO 2º.



Hospitales de guerra.

Mientras cenábamos el rancho de la guerrilla en el cuartel donde habríamos de pasar la noche, el oficial de información nos anunció que ya estaban resueltas todas las cuestiones de burocracia militar y contábamos con los imprescindibles salvoconductos para llegar a Rukara. (Habíamos tenido más suerte que un equipo de la BBC, que había pasado allí cuarenta y ocho horas encerrado sin que le permitiesen rodar un solo plano.) Los mandos del FPR tuvieron la gentileza de alojarnos en una habitación con antesala. Pablo, Carlos y yo dormimos en unas colchonetas tendidas en el suelo del cuarto más grande. Y Luisa hizo lo propio en lo que debía ser un antedespacho, con la puerta que comunicaba ambas estancias siempre abierta como medida de seguridad. Por la mañana, durante el magro desayuno cuartelero, comenté que no la había visto rezar. 'Lo hago constantemente aunque procuro que no se note, por respeto a vosotros que no tenéis fe', respondió. 'Gracias', le dije, 'pero tú sigue rezando que, como afirmaba Tierno Galván, todo ayuda.'

Desde antes de cruzar la frontera, teníamos la vista puesta en los depósitos del Patrol, cuyo nivel descendía de modo alarmante. Si en el norte de Burundi había sido muy difícil repostar, en Ruanda era totalmente imposible ya que el FPR nos había negado el suministro de sus camiones nodriza. Carlos medía sobre el mapa los kilómetros que nos quedaban por recorrer, para establecer nuestras necesidades de combustible. Y, al comparar sus cálculos con la capacidad de nuestros tanques de reserva, torcía el gesto musitando 'no sé, no sé...'. Así, cuando el oficial de información propuso que nos desviáramos del itinerario previsto, en un viaje de ida y vuelta hacia el norte para ver la iglesia de Nyamata donde se había cometido otra masacre como la de Rukara, optamos por acudir a la sede la Cruz Roja y pedir que nos facilitasen unos litros de gasóleo. Sabíamos que las normas de la entidad impiden a sus funcionarios vender o ceder sus recursos. Pero el agua no se le niega a nadie. Ni el combustible tampoco, en tiempos de guerra.

Un hospital de campaña es siempre una buena fuente de información. La visión de sus salas llenas de heridos recientes no permitía dudas sobre la dureza de los combates que aún se libraban en los alrededores de Nyanza. Pero además la visita a la Cruz Roja nos deparó una sorpresa: una veintena de soldados hutus residía en el interior de sus instalaciones, bajo la vigilancia de las tropas tutsis. Convalecientes de distintas operaciones o traumatismos, eran los únicos prisioneros de guerra que se conocían en un país donde se ejecutaba sistemáticamente a los enemigos que se rendían y a los heridos que se apresaban. Aquel puñado de hombres había tenido suerte. Habían sido hospitalizados por la Cruz Roja en Kabgayi, cuando las FAR todavía poseían esta localidad. Al entrar las milicias tutsis, la institución internacional se negó a entregarlos, porque hacerlo habría equivalido a firmar su fusilamiento. El FPR, que no disponía de cárcel ni campo de concentración alguno, aceptó que siguieran allí pero custodiados por sus guerrilleros admitiendo que estos guardianes no portasen armas en el recinto médico. Después, los presos fueron trasladados a Nyanza, en las mismas condiciones. Se produjo así una situación insólita, que nos detallaba el delegado regional de la organización humanitaria, Fery Aalam:

-- "Este es un caso excepcional en la historia de la Cruz Roja, que nunca alberga prisioneros de guerra. Pero, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Como por ahora no hay ninguna autoridad del FPR que gestione prisiones, tememos que si esos soldados salen de aquí sean asesinados o desaparezcan. Así que no tenemos elección."

-- "¿Se puede decir que la Cruz Roja ha comprobado que la persecuión étnica continúa más allá de las líneas de confrontación?"

-- "Hay mucha gente que nos informa de atrocidades, incluyendo ejecuciones sumarias, cometidas por las dos partes. Pero nosotros debemos juzgar por lo que vemos. Cuando estábamos en el hospital de Kabgayi, todavía bajo el gobierno de Kigali, fuimos testigos de muchísimos crímenes. Aquí, en el lado del FPR, no hemos visto nada con nuestros propios ojos. Hemos oído que manejan listas de gentes buscadas y que matan a los detenidos. Pero no hemos sabido que éstos dieran órdenes de eliminar sistemáticamente a los miembros del otro grupo étnico, tal como se hizo desde Kigali a través de llamamientos generales a la población."

Todas las fuentes imparciales coincidían: los ajustes de cuentas eran más selectivos y se realizaban con mayor discreción por parte de los tutsis. Una actitud políticamente más inteligente por parte de los dirigentes de la minoría étnica, conscientes de sus propias limitaciones y de su necesidad de una alianza con representantes hutus moderados de la oposición a la dictadura racista de Jean Kambanda. Pero los verdugos continuaban cumpliendo su siniestro cometido en ambos bandos.

Tras filmar a los afortunados presos tomando el sol en el patio, Pablo se asomó al quirófano. Un cirujano holandés se disponía a amputar la pierna izquierda de un niño de nueve años que había sido alcanzado por un obús. Pese a recibir una inyección de anestesia, cuando le quitaron los vendajes, la criatura lanzó un interminable alarido de dolor.

Justo enfrente de la Cruz Roja, al otro lado de una explanada, se encontraba el pequeño hospital civil reabierto gracias al empeño personal del médico italiano que habíamos conocido en el orfanato. Una larga cola de hombres y mujeres rodeaba su fachada: pobres gentes, todas con recetas en las manos, alineadas frente a una ventana por donde se entregaban los fármacos. La sala de consultas estaba abarrotada de pacientes que, sentados junto a las paredes, guardaban turno contemplando cómo el doctor reconocía a los enfermos en el centro de la habitación. Cuando entramos Gian Luigi Mussi tenía en sus brazos un niño minúsculo, de ojos desorbitados. Otro hijo de la miseria, desnutrido y con síntomas de deshidratación. Su madre, una campesina extremadamente flaca, observaba con gesto impasible cómo lo pesaban y auscultaban. Sin hacer ninguna pregunta, parecía esperar que el brujo extranjero de la bata blanca obrase una magia imposible.

-- "Hace sólo semana y media que abrimos pero ya funciona un laboratorio para hacer análisis básicos, examinamos a centenar y medio de personas cada día y cuidamos a sesenta internos en recuperación, gracias a que localicé a dos ayudantes nativos que eran enfermeros con experiencia" --contaba Mussi-- "también repartimos medicamentos y estamos preparando una maternidad."

Aquel misionero seglar había conseguido realizar un sueño, pese a tropezar con las mayores dificultades imaginables. 'Hay otros sanatorios que también se podrían recuperar con iniciativas individuales, que pueden ser eficaces donde no llegan las ONG' --insistía-- 'pero haría falta que en Europa la gente se movilizara más, que tanto mis colegas médicos como el personal de enfermería no reprimieran sus impulsos cuando sientan lo que yo sentí: tengo más de cincuenta años, podía pagarme esta aventura maravillosa, necesitaba hacer algo así para sentirme bien, y sabía que era ahora o nunca.'

 
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Última actualización:
13-Mar-2005
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