 MISIONEROS
EN EL INFIERNO (1998,
Editorial Planeta).
Fragmento
5 de 7: CAPÍTULO 2º.
El pequeño milagro.
La llegada de un automóvil en plena noche despertó
curiosidad y preocupación en el hospital de
Gahini. Sus responsables salieron a averiguar quienes
eran y qué querían los inesperados visitantes.
Cuando sor Veneranda distinguió en la oscuridad
a Luisa lanzó un grito de alegría y
echó a correr hacia ella. Las dos religiosas
se abrazaron llorando. En seguida aparecieron las
novicias, corriendo y dando voces como niñas.
Hablaban todas a la vez en un guirigay emocionado.
Al cabo de muy pocos minutos se habían intercambiado
las informaciones esenciales. Después marcharon
todas juntas a un dormitorio, en una de cuyas literas
guardaba cama otra monja enferma. Allí se sentaron,
formando un círculo de sillas como las mujeres
de los pueblos castellanos. Conversaron un buen rato
y, finalmente, unieron sus voces en una plegaria,
dando gracias a Dios por haber permitido el pequeño
milagro de la vuelta a casa de la mamella
de Rukara. Por fin, sor María Luisa Arriaga
hacía realidad su sueño. Era, además,
la primera misionera que regresaba a Ruanda. La noticia
se extendió con el viento.
Luisa se quedó a dormir en el seno de su comunidad.
Pablo, Carlos y yo nos resistimos a aceptar la hospitalidad
obligatoria del FPR. Costó otra bronca,
con amenazas a punta de fusil incluidas, pero finalmente
cenamos y dormimos en la residencia de un grupo francés
de Médicos del Mundo que prestaba ayuda sanitaria
a la zona. Durante la sobremesa, un galeno venezolano
llamado Luis Enrique García esbozaba una lectura
antiimperialista de la hecatombe:
-- "La buena voluntad no es suficiente para remediar
las necesidades actuales de estas gentes. Porque hace
falta enviar aquí alimentos, ropa, medicamentos...
pero sobre todo hace falta desarrollar conciencia
de que la culpa de los males de Africa la tienen los
grandes poderes económicos mundiales, que oprimen
al máximo a todo el continente. Es absurdo
que, cuando se produce una explosión de violencia
o un desastre de enormes proporciones, vengamos con
pequeños esfuerzos a cubrir las heridas y ayudar
a los que quedan vivos, sin hacer nada para cambiar
las causas profundas del atraso, la pobreza o la violencia."
No le faltaba razón. Pero no teníamos
el cuerpo para el análisis político.
Tres colchonetas tendidas en el salón bajo
sendos mosquiteros nos facilitaron el ansiado descanso.
Por la mañana, el funesto oficial de información
nos comunicó agriamente que no seríamos
autorizados a llegar hasta Rukara, pretextando que
resultaba demasiado peligroso. 'Pero si está
a un par de kilómetros', aduje. 'Hay
muchos leones', respondió para nuestro
regocijo. Más tarde comprendimos que no nos
había mentido. Simplemente nos había
contestado a la africana, utilizando una imagen
simbólica como burla. Porque averiguamos que
las instalaciones de la misión habían
sido ocupadas por la jefatura militar... cuyo emblema
era la cabeza de un león. Insistir no habría
servido de nada. Pero tampoco tenía sentido
llegar hasta Rukara, sabiendo que ya no quedaba nada
ni nadie de la parroquia.
La emoción de los reencuentros se prolongó
durante toda la jornada. Luisa insistió en
enseñarnos las dependencias del sanatorio.
Pero no conseguía hablarnos durante más
de dos minutos seguidos. Constantemente la interrumpían
para saludarla, tocarla, estrecharla. Algunas mujeres
se agarraban a ella y rompían a llorar, descargando
el daño acumulado en sus corazones durante
los dos últimos meses. Todo el mundo tenía
algo que contarle: cómo se libraron de la masacre,
cuantos familiares habían perdido, donde se
habían escondido...
-- "Las hermanas están muy bien, mejor
de lo que suponía; pero el personal del sanatorio
y a los pacientes, mucho peor" --explicaba--
"te cuentan tantas penalidades, te enteras de
que han matado a tanta gente que casi no lo puedes
asimilar. Se ve que han muerto muchos, muchos. Porque
no hay nadie que no me diga que ha perdido a dos,
cuatro o más parientes. He hablado con una
señora que tiene treinta y cuatro muertos en
su familia."
-- "Luisa, ¿qué te han dicho las
tres religiosas ruandesas? ¿Quieren marcharse
o prefieren quedarse?"
-- "Les he preguntado, porque habíamos
pensado ayudarlas a salir si lo desearan. Pero me
han dicho que no. Yo creo que en su fuero interno
ellas querrían irse, porque están muy
fatigadas y asustadas. Pero hay una cosa que pesa
más en su ánimo: que están con
su pueblo. Por eso han decidido permanecer aquí
mientras no empeore la situación y aumente
el peligro. Sienten la necesidad de ayudar a los suyos.
Y saben que no hay nadie más que pueda ocuparse
de las tareas que ellas hacen. Porque a Veneranda
la han puesto como responsable de la maternidad, donde
es la única enfermera. A otra hermana la han
nombrado jefa del orfanato. Y a una tercera la han
encargado el reparto de alimentos."
-- "Cuando se autorice el retorno de los misioneros,
¿pensáis continuar en esta región?"
-- "Claro que sí. Ahora, tal como está
todo, no se puede. Pero en cuanto nos sea posible,
volveremos. Y reemprenderemos las obras que teníamos
en marcha."
Luisa acariciaba a una joven parturienta mientras
charlábamos. Después, tomó un
recién nacido en brazos para mostrárselo
a la cámara. Las mujeres de Ruanda seguían
trayendo niños al mundo, como si respondieran
al desafío de la barbarie racista. Entretanto,
en un pabellón vecino varios heridos vivían
su segunda convalecencia en las mismas camas que habían
ocupado semanas atrás. Porque el hospital fue
asaltado y sus pacientes tutsis asesinados a golpes
de machete durante el sangriento mes de abril. Y los
escasos supervivientes habían vuelto a sus
dependencias en busca de alivio y refugio.
Nuestra promesa de llevar a aquella monja tozuda de
regreso a su misión estaba cumplida. Y nuestro
reportaje terminaba allí, con la visita al
hospital de Gahini. Aún quedaba por delate
un azaroso trayecto de vuelta, que estaría
plagado de incidencias. Entre ellas, una segunda avería
de Patrol que reafirmó nuestra opinión
de que es una excelente máquina para quien
se conforme con ir al Safari Park. Pero mi ángel
de la guarda volvió a dar una lección
de prontitud y eficacia: en el único vehículo
que nos cruzamos viajaba el jefe de mecánicos
de la guerrilla, cargado de herramientas y repuestos.
Así, llegamos a la frontera y seguimos hasta
Bujumbura, libres de otros motivos de angustia que
no fueran los riesgos de un camino batido por el huracán
de los odios tribales y la guerra.
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