 MISIONEROS
EN EL INFIERNO (1998,
Editorial Planeta).
Fragmento
6 de 7: CAPÍTULO 2º.
Un paisaje de desolación.
Emprendimos el regreso por la ruta que nos había
llevado a Nyanza. Volvimos a la peligrosa carretera
general y a los frágiles puentes de artesanía
popular. Muy cerca del lugar de nuestra cita inicial
con el FPR, tomamos una ancha pista de tierra hacia
el norte. La guerrilla ocupaba los escombros de un
país humilde, pero que no sufría las
grandes carencias de otras naciones africanas. Sin
embargo, al cabo de dos meses de salvajismo, los restos
de pueblos destruidos por una doble barbarie civil
y militar jalonaban todos los caminos de una Ruanda
arrasada. Paramos a descansar en la despoblada aldea
de Gako, junto a unas ruinas solitarias, hasta que
advertimos que las impregnaba el fuerte hedor de la
muerte.
Luisa no disimulaba su preocupación, aunque
ya daba por seguro consumar su deseo de abrazar a
sus hermanas africanas. Se pasaba muchos ratos en
silencio. Acaso rezara o meditara sobre cuanto ocurría
a su alrededor. Al comentar las informaciones que
recibíamos, mantenía una actitud de
compasión y no ocultaba su amargura. Muchas
veces callaba sus opiniones o disimulaba, desconfiando
de nuestro omnipresente oficial de información.
Pero nada parecía sorprenderla, como si durante
sus años en Africa hubiese aprendido lo que
se puede esperar de la condición humana en
circunstancias dramáticas. El trabajo duro
y prolongado en la soledad de pequeñas comunidades
religiosas templa el ánimo de los misioneros,
endureciéndolos hasta hacerlos capaces de soportar
la tensión y el sufrimiento mucho más
allá de los límites normales de cualquier
ser humano.
-- "Ruanda está muy distinta a como yo
la conocía, llena de gente, superpoblada, y
ahora no queda nadie. Lo único que se oye es
el piar de los pájaros. Y se siente por todo
la pestilencia de cadáveres sin sepultar",
decía resumiendo sus impresiones.
-- ¿Cómo supísteis en España
que seguían bien las religiosas africanas que
se quedaron en Gahini, si las comunicaciones están
cortadas?
-- "Porque tuvimos noticias de un Padre Blanco
que cayó herido. Los altos lo trasladaron primero
al hospital de Gahini y después lo sacaron
por Tanzania. El declaró que lo había
curado una monja llamada Veneranda. Y eso nos dio
una alegría grandísima, pensando que
allí no podía haber otra con ese nombre
que no fuera la nuestra."
Pablo le preguntó qué esperaba encontrar
en su misión. 'No sé; lo primero
de todo, a mis hermanas', contestó, 'porque
después de lo que estoy viendo, no creo que
haya mucha gente en la parroquia; las imágenes
que sacásteis en televisión eran terribles,
pero aún no me puedo imaginar qué habrá
ocurrido.' La visita a Nyamata le ayudaría
a hacerlo, mostrándole un panorama semejante
al que semanas antes habíamos retratado en
Rukara.
Entre la arboleda que rodea a la iglesia de Nyamata
yacían más de doscientos cadáveres,
en avanzada putrefacción. Y dentro del templo
otro medio centenar de cuerpos retorcidos se mezclaba
con los restos del mobiliario sacro, en un amasijo
macabro. Entre el desorden destacaba un paquete de
impresos con himnos religiosos, al que uno de los
muertos se había aferrado como si fuera un
pasaporte para el cielo. Los restos más expuestos
al sol se reducían ya a osamentas limpias de
carne, envueltas en jirones de ropa, mientras los
de la capilla parecían acartonados y perforados
por los insectos. La mayoría eran mujeres,
muchas abrazadas a sus bebés, otras embarazadas.
Algunas ofrecían indicios de violación,
con las ropas arrancadas y el vientre al descubierto.
Su posición permitía deducir la secuencia
de los hechos: unos trescientos tutsis reunidos en
la iglesia trataron de huir cuando fueron atacados,
y sus perseguidores extendieron el horror hasta una
escuela distante un centenar de metros. En su interior,
cuadernos cuadriculados con dibujos y deberes infantiles,
tizas de colores, catones... rodeaban a las últimas
víctimas de la matanza. Pablo Balsa filmaba
el dantesco cuadro con el mayor respeto, evitando
los detalles obscenos, mientras Luisa paseaba, observando
de lejos aquella estampa desoladora. 'Esto es una
impiedad, deberían enterrar a los muertos.
¡Que falta de respeto!', sentenció.
Pero el FPR había decidido que todo siguiera
tal como sus tropas lo hallaron, para exhibirlo ante
la Prensa como prueba irrefutable del genocidio cometido
contra los tutsis.
Se hacía tarde y temíamos que la oscuridad
nos envolviera entre los peligrosos vericuetos de
las colinas que habíamos de atravesar entre
los lagos Mugesera y Sake. Queríamos llegar
con luz diurna a Kibungo, la última ciudad
importante antes de la frontera con Tanzania. Porque
desde allí hasta las proximidades de Gahini
podríamos utilizar la carretera general, bien
asfaltada. Pero desde el anochecer, el largo tramo
entre Kigarama y la misión se veía sometido
al fuego de los restos de las FAR y los interhamwe,
que se habían refugiado en la espesura del
parque nacional de L'Akagera y, amparándose
en la oscuridad, efectuaban frecuentes incursiones
en busca de alimentos o para intentar acciones de
sabotaje.
Los senderos resultaban muy imprecisos sobre nuestro
mapa y no había campesinos ni combatientes
a quienes preguntar: ni un alma durante muchos kilómetros.
La luz dorada del atardecer se nos antojaba amenazadora,
sobre un paisaje siniestro con el único ruido
de nuestro motor y el viento. Conduje como un loco,
dando grandes botes sobre la tierra surcada por las
torrenteras. Luisa se golpeó la cabeza con
el techo, pero no se atrevió a sugerirme que
disminuyera la velocidad. Entonces le pedí
que rezara más, para que no nos equivocásemos
de dirección. 'Y para que no haya averías',
añadió Pablo.
-- "Lo malo es que deben tener mucho trabajo
los de ahí arriba para hacer caso de una tontería
como la nuestra' --bromeé-- "además,
sospecho que los líos de Ruanda los han cogido
distraídos, ¿no?".
Riendo, Luisa me preguntó:
-- "¿De verdad que no crees en nada, Vicente?
-- "Luisa, en qué voy a creer viendo todo
esto..."
-- "Pues por eso hay que creer, hombre."
Callamos todos durante un buen rato.
A partir de Sake, numerosos controles nos hicieron
perder un tiempo valiosísimo, aunque nuestro
salvoconducto los abriera uno tras otro. En uno de
ellos, se produjo el primer encuentro de la misionera
con antiguos feligreses de su parroquia. Dos jóvenes
de Gahini, que escaparon a las atrocidades de abril
y habían sido movilizados por el FPR, la reconocieron
y corrieron a saludarla. Luisa descendió del
coche para abrazarlos. Y nuestro censor, con la moral
resquebrajada por infinitas discusiones, no acertó
a impedir que grabásemos la emotiva escena.
Las casuchas saqueadas en las afueras de Kibungo incitaban
a preguntar por enésima vez qué habría
robado la soldadesca en su interior. ¿Que se
podría considerar como botín de guerra
en unas viviendas tan pobres? Conforme nos aproximábamos
a la frontera tanzana aumentaba el número de
retornados, que acampaban dispuestos a pasar otra
noche al raso. Fugitivos pocas semanas atrás,
habían vencido el miedo y caminaban hacia sus
antiguos hogares, con los niños en las espaldas
de las mujeres y los hombres cargando enormes sacos
sobre sus cabezas. La mayoría eran pastores
tutsis, que habían perdido el ganado y seguramente
hallarían sus casas usurpadas o destruidas
por el fuego. Gentes que ya habían escapado
una vez de la muerte y temían tropezarse de
nuevo con ella antes de que pudieran reinventar sus
vidas. El anochecer difuminaba sus siluetas patéticas,
cuando alcanzamos la carretera asfaltada. Dejamos
atrás Kibungo, sin un solo edificio sano, y
aceleramos la marcha hacia Gahini.
Luisa acusaba la impaciencia, especulando sobre lo
que la aguardaría. Recordó que la parroquia
de Rukara tenía 55.000 habitantes, carentes
de ayuda médica antes de que se radicaran allí
las monjas de los Sagrados Corazones: 'empezamos
por construir una maternidad, porque muchas mujeres
morían en el parto o a causa de problemas durante
los embarazos. Después hicimos un centro nutricional
para las criaturas desnutridas que había en
la región. Luego, una escuela y una granja
para la formación de adultos. Ahora pensábamos
levantar un hospital infantil... ¡Ay, Dios mío!
¿Qué habrá sido de todo ello?
Pero el más nervioso de todos nosotros era
oficial de información. Ya cerca de
nuestro destino, pidió en un puesto de vigilancia
que un pelotón de soldados batiera la ruta
corriendo delante de nuestro vehículo, y nos
ordenó circular con las luces apagadas, al
paso de la tropa. Se oían algunos tiros cercanos
y pensé que Luisa, muy callada, iría
rezando. 'Sigue, que ya está haciendo efecto',
le dije. Y rió. Pero lo que para mí
era un chiste para ella respondía a un convencimiento
pleno. Poco después entrábamos en Gahini
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